viernes, 18 de enero de 2008

LA OBSESION, EL DESEO prologo, capitulo I

PROLOGO
La obsesión, el deseo:
No deja de ser, un ejercicio literario sin grandes pretensiones. En el que su autor, ambiciona dar forma a una historia de amor, deseo y sexo un tanto perturbadora. Desde el doble sentir de sus protagonistas.
Se describe sucintamente una época, un modo de vida, así como una sucesión de hechos, y como afectan estos, a cada uno de los personajes.
De que lo haya logrado o no, el lector es juez, y en sus manos esta la decisión, y a su libre albedrío, por lo que a su juicio lo someto.

I
Nunca pensé que lo imaginado y siempre deseado pudiese llegar a ser una realidad.
Como tantas otras , la noche se presentaba fría, si bien bajo el nórdico la temperatura era mucho mas acogedora, diría que incluso calurosa; me había acostado temprano como era habitual en mí, costumbre que producía que a su vez el despertar también lo fuese.
En el oscuro silencio de las sombras la mente entra en un letargo involuntario, en el que la realidad se difumina hasta el punto de dejar de serlo; siempre que se repetía este estado de conciencia inconsciente, me producía la misma perturbación.
Viene de lejos, de muy lejos, de cuando yo era un adolescente, mejor diría un niño, con el interno y obsesivo deseo de poseer a la hermosa mujer que era la madre de un amigo mío.
Nací y me crié en época dura, en un país rudo. Muchas eran las carencias de todo tipo, los jóvenes como yo, apenas si podíamos permitirnos lujos ningunos; más bien podría decir que el único lujo que podía consentirme era soñar, soñar no costaba dinero, si bien, también existían limitaciones en esto, en una sociedad tan opresiva, negra y deprimente como de la que hablo. Asimismo, había un tipo de sueños ilícitos, castigados con el fuego de los infiernos: los amatorios y sus gratas sensaciones.
A ciertas edades, y de modo totalmente natural, las hormonas van produciendo en el ser humano grandes cambios físicos, que causar, el despertar de éste al mundo de los sentidos y de las emociones. Estos cambios, se acentúan notablemente en el macho de las especie humana relegando a segundo término todo aquello que no tenga que ver con el deseo, siempre insatisfecho, de abrazar, acariciar, besar, o poseer a una hembra de la misma especie, con el atávico y único fin de procrear, “según dicen”. Desde luego opino que el deseo, no deja de ser sumamente atávico y por supuesto, siempre, íntimamente, insatisfecho.
En estas suertes andaba, acentuadas las mismas, por el descubrimiento luminoso y único que tuvo lugar a la temprana edad de 12 años, cuando jugando distraídamente con mi pequeño miembro, éste creció hasta un tamaño inusitado, y de modo explosivo, un día sentí y disfruté, de mi primer orgasmo; consecuencia de lo que más tarde, conocería como masturbación o de manera más coloquial, “paja”, denominación de un alimento agrario, que ni el mejor de los jamón de pata negra podrá nunca llegar a superar.
Como decía, en esas vicisitudes me hallaba, reprimiendo duramente los deseos que despertaba en mí la espléndida madre de mi mejor amigo, mi amigo del alma, por el que sentía el mismo afecto que podía sentir por un hermano.
No era una mujer espectacular, nunca lo fue, y mucho menos si la comparamos con los cánones actuales, pero eso sí, sensual, deseable e irresistible para mí.
En las cortas luces que me permitían mis 15 años, me daba perfecta cuenta de cuanto he descrito, lo que aumentaba más si cabía mi confusión. Sabía que no estaba bien el deseo que sentía, la atracción física insana e irreprimible que motivaba el estar rondándola siempre cerca, como depredador hambriento a la espera de la ocasión propicia, para lanzarse sobre su presa; pero eso sí, manteniendo siempre, una prudente distancia, pues si mi pasión era inmensa, más lo era el temor de que tomase conciencia de ésta, y me obligara a separarme de ella, y no poder mirar más su amada figura, ni acariciar sus senos blancos, tiernos, dulces, cálidos, de pezones henchidos, y dispuestos a recibir el degustar de mis ardorosos labios, me resultaba insoportable. Todo lo dicho, claro está, fruto de mi imaginación. La realidad estaba limitada al tamaño de sus senos, las innumerables veces que los había mirado de soslayo, y el uso frecuente de esta imagen, para la consecución de ocultas y muy gratas metas, motivaría, que con posterioridad, pudiese comprobar que mis cálculos habían sido perfectos.
Pero ¿como acercarme sin producir su rechazo inmediato? La duda, la maldita duda, estaba consiguiendo que tomase conciencia de que éste era un problema difícil de solucionar. En mi imaginación había ideado absurdas e imposibles modos de hacerlo, cada vez más confusos, esta situación me martirizaba, me angustiaba, me irritaba, me agriaba el carácter. Además, forzosamente tenía que ser discreto, y que mi pasión no la detectara ni ella, ni cualquier otro miembro de la familia, ni por supuesto, mí amigo Oscar.
Sólo hallaba consuelo en la intimidad de mi habitación, donde mi pensamiento vagaba libre sin límite y los lances de amor y sexo resultaban posibles, pero la cruda realidad se imponía y la frustración aumentaba finalizado el clímax.
Dicen que el amor lo puede todo, y si a éste le unimos algo de suerte y el valor que da la locura, puede llegar a producirse, como se produjo, el milagro.
Siempre he sido un manitas, y en aquellos tiempos de escasez, eso era algo que se apreciaba mucho, quiero decir con esto, que cuando se producía cualquier pequeña avería en los domicilios de mis vecinos, conocidos, o amigos, era el primero en ser requerido para dar solución al estropicio, si era posible. Total, poco perdían con hacerlo, pues nos les cobraba nada.
A lo largo de los años, habían sido frecuentes, con más éxito que fracaso, mis intervenciones, como aprendiz de todo y maestro de nada, en el domicilio de mi amigo Oscar. Cuando me precisaba, simplemente me decía: “Nano, mi madre me ha dicho que tiene tal rotura, que haber si puedes ir a repararla”. Desde ese momento, yo organizaba mi tiempo para poder ir. Como resulta comprensible, en este caso, la premura se imponía; el poder estar cerca de la mujer mas deseada por mí, dirigirme a ella, y poderla mirar directamente con un motivo, sin tener que hacerlo a escondidas y procurando esquivar cualquier mirada que pudiera resultar inquisidora, era un auténtico gozo.
Aquel día disponía de la mañana libre, las tareas hechas y el comentario a mis padres de que iba a realizar una reparación, con su autorización y si había suerte. A primera hora, es decir, sobre las nueve y media de la mañana, me personé en la casa de Oscar, recuerdo que era miércoles, oportuno día de la semana para ciertos menesteres, como después el tiempo me demostraría, con la suposición de que además de la madre, habría algún otro miembro de la familia; en aquel entonces eran él y tres hermanos más, de lo que sí estaba seguro es de no encontrar al cabeza de familia, pues a lo largo de los años, recuerdo no haberlo visto más de un par de veces, pero cual no sería mi grata sorpresa, cuando respondiendo a mi llamada a la puerta, abrió mi amada, con un peine en la mano, al verme dijo: “Nano, entra, en la cocina hay una fuga en el desagüe, pierde agua cuando vació el fregadero, ahora voy, estoy terminando de vestirme, míralo pero no hagas nada que te voy a preparar de desayunar”. Desayunar, magnífica palabra, el momento más grato del día para mí. cada mañana, mi padre y yo, seguíamos el mismo ritual en el desayuno: me sentaba a la mesa y comenzaba este, comiendo tostadas con aceite y bebiendo café con leche, cuando finalizaba mi ración de rebanadas decía: -papá si me prepararas unas pocas más terminaría el café que me queda- que obviamente, había procurado reservar , mi padre así lo hacia ; cuando concluía el café decía: -papá, con un poquito, terminaría estas tostadas- y mi padre me lo preparaba , y del mismo modo, un par de veces o tres, dependiendo del día, hasta que cuando iba proponer –papá…-, me interrumpía diciendo: -lo que sobre para el perro-, naturalmente, nunca sobraba nada.

Fui a la cocina, me agaché y de inmediato localicé donde estaba el problema, una junta de goma, que unía el desagüe al fregadero, no estaba ajustada; avería fácil de reparar. No hice nada y me senté a esperar mi desayuno; la guerra es la guerra, y un buen desayuno no podía rechazarse. Trascurridos unos minutos apareció ella, no mentía, venia de terminar de arreglarse; en esa época, los artilugios, ungüentos, mejunjes, y otros que hoy en día existen, para resaltar y en algo restaurar la belleza de la mujer, eran escasos, ¿por que eran escasos?, por que eran caros y su uso estaba restringido a momentos especiales. Cuando la vi mi corazón dio un vuelco, estaba tan bonita, tan apetecible, tenia una tez ligeramente morena, de aspecto suave y tersa, unos acaramelados ojos de mirada triste pero preciosos, unos labios de un tenue color rosado, e inconscientemente lascivos, un cuello largo y firme destinatario de miles de mis besos en momentos de ensoñación; un cuerpo curvilíneo, exuberante, voluptuoso, en el que la rotundidad de sus senos resultaba evidente e incitadora; y que decir de sus piernas: bellísimas, siempre embutidas en unas medias de tejido algo grueso, de colores claros asalmonados, rematadas en zapatillas de paño estampado con pequeñas cuñas en la suela. En las contadas veces que la había visto con zapato de tacón alto, éstos siempre estaban acompañados de medias, de las llamadas en la época, de cristal que tersaban las piernas, complementando el sensual y atrayente caminar que producían este tipo de tacones.
Entró en la cocina diciéndome:- Nano, ¿ya sabes que es lo que ocurre?- le dije que sí, -pues espera a tomarte el desayuno antes de hacer nada-. Se movía constantemente, de un lado a otro, cogiendo y soltando lo necesario para prepararlo. Yo la miraba en silencio disfrutando de tenerla tan cerca y para mi solo, cuando terminó se sentó. Mientras desayunaba no dejaba de mirarla, tuve la sensación de que se dio cuenta de cómo la deseaba, y en mi enajenación creí ver en su mirada un cierto aire juguetón y comprensivo. Terminamos de desayunar y le pedí que me diese la caja de las herramientas para iniciar el trabajo de reparación, la caja estaba tras de mi, en un pequeño habitáculo que servia de despensa en la cocina. No sé por qué no me indicó que la cogiese yo, pues sabía que sabría muy bien donde hallarla; pero no lo hizo, lo hizo ella misma, y al pasar junto a mí, su cuerpo, su armonioso cuerpo, me rozó profusamente, mejor diría, se deslizó sobre el mío, con el tiempo oportuno para transmitirme su calor. Esto me desequilibró, puso mi alma a mil por hora y me provocó una erección, de tal calibre, que por mucho que quise evitarlo resultó del todo imposible que no se notase. Confuso y aturdido, decidí concentrarme en el trabajo que había que hacer, rápidamente, tomé las herramientas y me puse a ello, pero no tuve en cuenta la posición en que tenía que realizarlo, cara arriba con medio cuerpo dentro del mueble del fregadero y el otro medio completamente expuesto a la mirada de ella; cuando caí en la cuenta ya estaba manejando la llave inglesa en la posición indicada, y mi erección resultaba ser el punto más prominente y destacado del horizonte cercano. Ante la manifiesta incapacidad para controlarla asumí que lo que no puede ser no puede ser y además es imposible, como decía mi paisano el gran torero Rafael Guerra “guerrita”, también intenté, por todos los medios, concentrarme en lo que estaba haciendo pero sin conseguirlo del todo. En mi postura, veía pasar constantemente sus piernas, que resultaban imán para mi mirada. Todo se complicó cuando le pedí que sujetase por arriba la boca del desagüe mientras yo lo apretaba por abajo, esto causó que se arrimase al fregadero y sus piernas quedasen ubicadas muy cerca de mí. En la situación en la que me encontraba creí ver, ya que no vi, el trozo de piernas no cubierto por las medias y el tono negro de su ropa interior; la bomba estaba preparada y detonó de modo irremediable.
Finalizada la tarea solté la llave, y sin pensarlo, armándome de un valor que no tenia, me agarre a sus piernas, y llevando a cabo un escorzo, salí de debajo del fregadero sin liberarlas como si fuesen un mástil. Me fui poniendo de pie, deslizándome sobre su costado, hasta situarme a la altura de su cintura, fijándome a ella con mis brazos, como si en ello me fuera la vida. Mi cabeza quedó apoyada sobre sus senos acogedores, mi boca a escasos centímetros de su adorado cuello; en esos momentos, creí que actuó como actuó por que mi reacción la había sorprendido, después, supe que no. No podía retroceder, estaba entre la pared y yo, me miraba de modo serio pero no decía nada; sin aflojar la tenaza de mi mano derecha sobre su cintura, fui desplazando mi mano izquierda hacia abajo, a la busca de sus nalgas, dando por hecho, que en cualquier momento despertaría del sueño que estaba viviendo con una sonora bofetada, o dos, o tres, que con toda razón me daría. Pero no fue así, sólo me miraba. En mí huida hacia delante, pensé, que más da que las bofetadas te las den por unas nalgas que por algo más, y así, cambié la tenaza a mi mano izquierda y la derecha fue a situarse entre sus piernas. Mi mano apreció la calidad, deslizante, del tejido de sus medias y una cierta resistencia a separarlas. La miré, seguía sin decirme nada, solo tenia fija su mirada, algo indiferente, en mí. No me lo creía, no era posible, aún no me había soltado las bofetadas que me esperaba. No tenía más manos, no me atrevía a soltarla por miedo a su huida, quería tocar sus pechos, sentirlos entre ellas, pero en todos lados no podía estar. La resistencia se acentuaba; con mi mejilla izquierda acariciaba sus senos. No podía hacer nada más, sólo besarla, y así lo hice, comencé a besarla en el cuello, de modo relajado y absorbiendo cada sensación que su cuerpo me trasmitía, observé, que la resistencia desaparecía paulatinamente, lo que permitió que mi mano derecha ascendiera lentamente hacia el objetivo de acariciar sus partes más íntimas. En determinado momento dijo, -déjame-, no le hice caso, es más, giré y me situé frente a ella abrazándola, apretándola, estrujándola en un ciño enardecido; la mano derecha regresó a la tarea de intentar llegar a su sexo, en el camino encontré las ligas, punto en el que finalizaban las medias, y por primera vez sentí en mi mano la finura de su piel, y el calor de su carne. Inició un movimiento de oposición y resistencia. Yo me dije, ha llegado el momento de las bofetadas. Da igual, pensé resignado, -bésala, bésala en la boca-. No dudé y la besé, y di comienzo a una penetración imposible por estar vestidos. Teniéndola frente a mí y a mi tremenda erección, con un reiterado movimiento basculante fui venciendo su oposición, y abrió totalmente las piernas. Su voz susurraba largos gemidos, su cuerpo produjo un desmedido espasmo que coincidió con el mío al eyacular. Tras él, languideció hasta el punto de que la deposite amorosamente sobre una silla pues corría el riesgo de caer, en esa posición seguí besándola como un enajenado, mis manos exploraban su cuerpo, apreté sus senos, comprobé su dureza, acaricie su sexo, hallé la ropa interior completamente mojada por su jugo y quise que desplazase sus manos hacia mi pene, que me tocase, que me amase, que notara que estaba fuera de mí por ella. No lo conseguí, me ignoró, ni tan siquiera devolvió uno de mis desenfrenados besos. Cuando se recuperó solamente dijo, de modo un tanto seco, -vete, no quiero verte más-, su mirada reflejaba pánico, no lo entendí. La obedecí sin chistar, recogí las herramientas, las deposité en su lugar, y pretendí darle un beso de despedida en la boca; no lo permitió, apartó la cara y con un gesto me indicó la puerta. Sin decirle adiós tomé la salida y me marché.
Desde entonces la obsesión me ha perseguido, y a pesar de haber superado sus síntomas y el tiempo trascurrido, el desorden aún permanece.
Aquel día debía de haber sido tremendamente feliz. Era un hombre en todo el sentido de la palabra, había tenido una mujer, la había besado, la había tocado, había temblado entre mis brazos, mis labios habían resultado fríos al unirse con los suyos, abrasadores, y por último, desfalleció por el placer que, mi penetración sin penetración le produjo, pero había algo que no encajaba y que me causaba una sensación agridulce. No me gustaría resultar pedante pero todas estas cosas no tan cotidianas hoy, resultaban imposibles en la sociedad de mis 15 años, y más, realizadas por un niño de 15 años por muy hombre se consideraba. Podía estar satisfecho pero no lo estaba .Todo fue obra mía, ni un sólo gesto, ni una sola caricia, nada que demostrase aprecio ni cariño por mi. Un solo mimo por su parte, y habría terminado por ser su prisionero, sin cadenas y sin rejas, como esclavo. En mi mente, siempre analítica, la idea de haber sido tratado como un objeto, se fue abriendo camino, y empezó, a obsesionarme. Concluí que no era tan hombre, que realmente era un niño, sin ninguna experiencia, que una mujer muy mujer había utilizado para satisfacer sus ocultos deseos. Y esto no me gustó; lo agrio superó al dulce, y de ese modo fue durante, mucho, mucho tiempo.

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