viernes, 18 de enero de 2008

LA OBSECION, EL DESEO capitulo II

II
Debo de reconocer que si bien la experiencia dejó heridas profundas en mi ánimo, también aportaría la práctica que me permitió dar pasos de gigante en mi realización personal y en el desarrollo del instinto cazador, que el macho de la especie humana necesita, para desenvolverse, en la selva despiadada y competitiva, a la búsqueda de la hembra receptiva, que la vida le impone.
Lamiendo mis heridas con lamentos callados, fui dejándome arrastrar por los caminos que me marcaba la subsistencia, lanzando, eso sí, dentelladas glotonas a toda cuanta presa pasaba cerca de mi cazadero; sin piedad y ajeno a cualquier otro dolor, que no fuese el mío. Pero hubo alguien que percibió mi secreto, me decía, -Nano, tu mirada tiene la tristeza, que la dureza y falta de luz en el corazón ocasiona, y esa luz sólo la apaga una mujer, al igual que ella misma es la única que puede engendrar también esa dureza- , hablaba la voz de la experiencia, era una de ellas, alguien, de quien aprendí de un encontronazo, todo lo que debí de haber aprendido paulatinamente a lo largo de algunos años de mi existir, y que merece otra historia, no sólo por lo definitiva que resultaría en la formación de mi personalidad, si no por la concluyente influencia que tendría en mi comportamiento futuro. Solo diré, que fue la mujer que me enseñó a separar el amor del sexo puro y duro, de un solo golpe.
Tuvieron que pasar algunos meses, siete exactamente, pero una mañana, de modo inesperado, mi amigo oscar me dijo: -Nano, mi madre me ha dicho que tiene un problema con un interruptor de la luz, ¿que si puedes llegarte a arreglarlo?-. No le estaba prestando atención en esos momentos, pero en mi mente aquellas palabras fueron como un trueno ensordecedor, y de repente volvieron a mí los recuerdos que a lo largo del tiempo había intentado enterrar y cubrir de polvo en mi olvido. Poco faltó para contestar a mi amigo de modo un tanto desabrido: -que llame a un electricista-, pero esa respuesta hubiera estado del todo fuera de lugar, mi amigo, mi amigo del alma, no sólo no se la merecía, sino que estoy seguro que no la habría entendido, como en tantas cosas, el tiempo me demostraría que me equivocaba. No dije nada, me callé pero en mi fuero interno decidí que no iría, no estaba dispuesto a aguantar, volver a ser tratado como lo fui, y sobre todo, tratado de ese modo por alguien por quien yo hubiese dado la vida.
Pero la mente discurre acciones y actitudes que con posterioridad el alma torna. Creí que mi amor estaba controlado y encerrado en una caja fuerte, muy fuerte. Nada más lejos de la realidad, una simple llamada suya y acudí como manso cordero.
La noche, habitual compañera de mis insomnios, se permitió en aquella ocasión acentuar su compañía y no dejarme dormir. En la mañana muy temprano, acicalé mi aspecto y me ausenté de casa antes haber llevado a cabo el ritual del desayuno con mi padre, por miedo a que se diera cuenta de mi nerviosismo. Mi padre era hombre y era mi padre, y sin duda me habría preguntado de modo directo, y no le hubiese podido mentir. En los últimos tiempos, en más de una ocasión me había dicho -¿te pasa algo hijo?-, bien sabía él que sí, aunque mi respuesta siempre hubiese sido la misma, una negativa.
Mientras caminaba de modo distraído hacia la casa de Oscar, caí en la cuenta que era miércoles, otro miércoles. Eso me produjo mal sabor de boca, pero a lo hecho pecho, ya estaba frente al portal de la casa de mi amigo; mientras subía las escaleras recordé el mismo camino a la inversa realizado meses antes, y el proceso de transformación personal al que dio inicio. El recuerdo templó, mejor dicho, enfrió mi espíritu, al menos, eso pensaba. Llamé a la puerta que se abrió de un modo inmediato, como si quien abría hubiese estado esperando la llamada; entonces la ví, y mi ser se convulsionó de modo sísmico, se convulsionó mi cuerpo con una gran sacudida, y se convulsionó mi mente con una gran confusión. Estaba bellísima como siempre, parecía estar arreglada a la sazón, pero nada exagerada, sus pómulos y mejillas denotaban un suave maquillado, en sus labios una ligera capa de color, y en sus ojos, en sus conmovedores ojos, una tenue sombra que les daba profundidad, por último, su pelo siempre bien peinado, lo estaba pero con una languidez, que al caer sobre los hombros propagaba su juventud. No creo haber mencionado, que era una mujer de treinta y ocho asombrosos años. La expresión de su cara no tenia nada que ver con la última que recordaba, era sonriente de semblante y de mirada, el tono de su voz también había cambiado, del seco –vete, no quiero verte más-, pasó a –Nano, hijo mío, has crecido mucho, estás más guapo, entra-, y se hizo a un lado para franquearme el acceso. Lo de hijo mío, no me cayó bien, yo no era su hijo, era su macho, bueno, aún no lo era pero estaba dispuesto a llegar a serlo, estaba dispuesto a demostrarle que no era un niño, que ya no lo era, que era un hombre, que gracias a otra mujer que me lo habían enseñado todo, la iba a instruir en lo que era el amor y en lo que era el sexo. Cuanta estupidez por mi parte, cosas de niño. Traspasé el umbral y, de modo algo seco, le dije -Usted también lo está-, obtuve un gracias por respuesta. Caminaba por el pasillo, delante de ella, hacia la cocina; oí como cerraba la puerta tras de mí y me seguía, ese camino lo había realizado miles de veces, pero con su imagen vestida con aquel delicado y elegante atuendo abotonado de principio a fin, y que facilitaría mi perverso plan, me resultó absolutamente extraño. Llegué al recinto y dirigí mis pasos a recoger la caja de herramientas, y mirándola a la cara indagué -¿donde esta la avería?-, la expresión de su rostro y de su gesto era otra, más seria, más triste, había detectado mi tono cortante, me respondió -en el dormitorio-, y sin más, me precedió hacia él. Mi cerebro no descansó ni un solo instante desde que la vi, calculando cual sería el momento más oportuno para ejecutar mi propósito, intuía que estaba cerca y si no lo estaba me daba igual, yo tomaría la decisión. Llegamos al dormitorio siempre precediéndome, dejé las herramientas en el suelo y resolví llegado el momento: la abracé suave, de modo conciente, por la cintura por si quería huir, con mi mano izquierda, mientras la derecha entraba a saco bajo el vestido y entre las bragas buscando su sexo, que encontré empapado y pleno, y en el que me detuve acariciándolo con mis dedos diestros; conseguido este objetivo, retiré el brazo de la cintura y dirigí éste hacia arriba, hacia el principio de sus pechos e introduje mi mano entre ellos localizando sus pezones que acaricié y noté como aumentaban su tamaño notablemente. Su cuerpo lo tenia pegado al mío como si fuésemos uno solo, mi erección, aún prisionera, se hacia notar en sus posaderas, mientras que mi boca mordía sus orejas y besaba su maravilloso cuello por detrás, murmurándole palabras de amor y de deseo. Comencé a escuchar gemidos susurrantes por su parte, en ese momento la solté y retire de mi, y del mismo modo seco y lacónico anterior, pregunté -¿cuál es el problema?-, el desconcierto rigió su comportamiento desde ese momento, me indicó que era la llave interruptor de la luz, y se quedó a mi lado sin decir ni hacer nada. Comencé a retirar la llave para su sustitución, no tenia arreglo. Estaba cerca de mí, mejor diría, junto a mí, pegada a mi, como ausente. Solté la herramienta y comencé a abrirle, con ambas manos, el traje lentamente, botón a botón, queriéndole decir -si quieres, márchate, hazlo, eres del todo libre-. Cada botón desabotonado me acercaba más y más a la consecución de un sueño, ver sus pechos, ratificar sus formas. Ella no se movía, fue enrojeciendo a medida que iban quedando al descubierto su cuerpo, continué desabrochando, no sin gran esfuerzo de control por mi parte, deseaba hacerla mía, en ese momento, comérmela, llevarla dentro para siempre, mi corazón podía romperse de un instante a otro; la pasión, el deseo, el amor, de seguir así, terminaría matándome, hasta llegar al final. Mis manos, a ambos lados del vestido, lo separaron con delicadeza, con ansiedad contenida, por fin, su imagen desnuda para mí, pero la ropa interior blanca me impedía la total visión de sus idolatrados pechos y de su siempre añorado sexo, si bien este último se adivinaba en la transparencia que la diferencia de tono producía. La miré, di un paso hacia atrás para poderla ver mejor y quedé extasiado, la miré tanto que por algunos momentos no conseguí verla, faltó bien poco para caerme al suelo, de los sentimientos encontrados y la emoción que sentía; me repuse y le dije -siéntese en el borde de la cama- obedeció sumisa; la miré de nuevo en esa posición y me pareció una diosa, no me pareció, era una diosa.
Debía conservar la calma, se hacia totalmente necesario conservarla. En los pasos que daría a continuación estaba el resultado. Respiré a fondo y dando la vuelta, regresé al trabajo, terminé de quitar el interruptor y volviéndola a mirar, le tomé la barbilla con mi dedo índice y acercándome sus labios a los míos, deposité un etéreo pero intenso beso y le dije -voy a comprar el interruptor, te amo-, solté su rostro y emprendí el camino hacia la salida, de modo intencionado me detuve y comente-mis hembras, las que son mis hembras, saben qué cuando las requiero, tienen que estar para mí completamente desnudas, quiero tomar lo que es mío sin nada que me moleste-. ¡Que petulancia vana!. Y continué saliendo.
Bajé a la calle sintiendo gran inquietud, esperanza, y curiosidad. Compré el interruptor y regresé, me decía, la suerte está echada, éste puede ser el día más feliz de tu corta vida o el más triste. Dependía de un hilo, no se trataba de sexo, puedo asegurarlo, de eso estaba bien servido en todas sus modalidades, personales, o pluripersonales. Era algo más, era poder, y sobre todo, era amor con un punto de locura. Llamé, tardó un poco en abrir, le espeté, -¿pasa algo?, ¿Por qué has tardado tanto?-, -Ya lo verás- fue su respuesta. Caminé al dormitorio y abordé mi trabajo, absorto en él la escuche decirme, -Nano ¿me requieres?-, no la comprendí bien, me giré y la imagen más linda que había visto en la vida estaba frente a mi, ella, totalmente desnuda, me miraba ruborosa. Lancé un grito interior -¡Bien!-, por fin era mía. Con gesto tierno la senté sobre el borde del lecho, -Espera-, le dije y salí de la habitación. Me desprendí de mi ropa en instantes, que me parecieron eternos y regresé a la alcoba. Me miró con ojos curiosos, me recorrió por completo. Me acerqué a ella y le dije –bésala-, entendió perfectamente que le estaba diciendo que besara mi verga en erección total, y a pocos centímetros de su boca balbuceó una excusa, -Nunca lo he hecho-, la interrumpí seco, -¡bésala!-. Fue acercándosela a los labios hasta que la besó, no sin cierto remilgo. Pero yo quería más. Tomé sus cabellos como rienda y empuje su cabeza, con la intención de entrar en su boca, de inmediato opuso resistencia, se negó rotunda; yo dije, aflojando la presión, -A mis hembras, a las que son mis hembras, la primera cavidad que les he llenado con mi falo ha sido ésta-, y la solté para retirarme. No me dio tiempo, sentí el calor de su boca, mi verga, estaba en ella. Contuve mi deseo de bombear dentro, la extraje, era suficiente para mí el gesto que suponía la felación. No quería ofenderla, no quería humillarla. Mis brazos rodearon su cabeza, que acerque a mi bajo vientre, sintiéndola absolutamente mía. Con toda la ternura de la que fui capaz, procedí a elevarla hacia mí sin consentir que el aire pasase en lo absoluto entre nuestros cuerpos, sus pezones, sus inolvidables pezones, se convirtieron en trasmisores de su apasionamiento en el recorrido por mi complexión. Mi erección llegó a niveles, para mí, insospechados, mi cuerpo, mi mente, mi alma, mi amor no resistían más. No lo demoré, la empujé sobre la cama y me dejé caer sobre ella y de un solo golpe entré en su lubricada vagina.
El camino de la locura, de esa manera podría sintetizar lo sucedido a partir de ese momento. Besé como loco cada punto de su cuerpo, una y un millón de veces. Sus ojos fueron para mí, faros que me guiaron a su interior, por ellos pude ver el deseo, la pasión, el éxtasis, la libertad, la paz; me permitieron vivir junto a ella todas sus emociones, sus instintos más primarios y disfrutar del placer de su placer. Cabalgué sobre su cuerpo cuanto me apeteció, en la seguridad de que mi apetencia era compartida. El tacto me descubrió un, en apariencia inexistente, mundo de sensaciones en su piel. El gusto halló sabores calificables de ambrosías. El olfato, el olfato me descubrió su olor, ¡qué más apuntar!. El oído, gemidos y susurros inolvidables. Y la vista que podría decir de la vista, ver todo, verla toda, vernos, locos, y amarnos. Mi momento final se acercaba, ella lo intuyó, su pasión, se había visto satisfecha en al menos tres ocasiones, en las que había custodiado con amor su lasitud. Estaba dentro de ella, sus piernas rodeaban mi cuerpo, cuando percibió mi venida las abrió y me dijo –Sal- la ignoré, ella insistió -por favor, sal-, sabia que llegaba, su tono fue desesperado, -¡sal!, ¡sal!, me vas a embarazar-, mientras lo decía intentaba, por la fuerza, que bajase de su cuerpo. Me opuse, incluso sujeté mis manos, fuertemente, a las sabanas mientras presionaba mi miembro dentro de su sexo, con lentos movimientos de bombeo percibí que mi corrida estaba llegando, sentí una tremenda necesidad de besar su boca, máxime, sabiendo como sabia, que el beso era para esta mujer el sumum del placer y del amor. Y me corrí y se corrió languideció y languidecí.
Pero no me pasaron desapercibidas, unas saladas lágrimas que recorrieron sus mejillas. Cuando se fue recuperando con voz entrecortada dijo, -Nano, hijo mío, me has dejado embarazada-. No lo aguanté más, -No soy tu hijo- dije- soy tu macho, el macho que acaba de follarte, y que ha hecho que te corras cuatro veces y si te he dejado embarazada me da igual, esta noche que te folle y se corre en ti él, y de ese modo, si hay niño no sabrás nunca de quien es-. Una nube negra ensombreció la que hasta mis palabras había sido una preocupada pero luminosa mirada. Pareció encogerse y el pánico, aquel pánico que recordé de antaño en su mirada, se hizo presente. Tomé conciencia de lo cruel que había llegado a ser, y su pánico fue mi pánico. La abracé, la acuné, la mecí, la arrullé, le dije, llorando como el niño que era, que me perdonara, que la amaba más que a nada del mundo, que no resistía verla triste, que no se preocupara que no se iba a quedar embarazada y que si quedaba y había algún problema ahí estaba yo para partirme el alma por ella y por mi hijo. Tomó mi cabeza acariciándola entre sus pechos y comenzó a besarme lentamente en un principio y perturbadamente después mientras profería insistentemente, -¡Como te amo, como te amo!-.
Y la locura comenzó de nuevo. Deje de tener conciencia real de lo que pasó, la locura comenzó de nuevo enardecidamente. La tomé entre mis brazos y entré en ella que me recibió en totalidad, sin reserva alguna. Cabalgué su cuerpo, cabalgó mi cuerpo. La recorrí con mis manos sin dejar atrás un solo centímetro. Excavé cada oquedad, degusté la exudación bajo sus pechos. Abusé como niño lactante de sus pezones. Y por fin deposité mi semilla sin refrenamiento alguno. El lecho quedó desecho por el fragor de la incruenta batalla, y los contendientes, exhaustos. Finalmente se impuso la paz y la razón. Lorena dijo, -mi amor se hace tarde, y tengo que preparar la comida para él, debemos terminar y marcharte-. Lo entendí debíamos terminar y que la cruda realidad se impusiese, me hice cargo de la situación, me puse de pie y retomé el trabajo para el que había ido, mientras lo hacía mi pensamiento tomó conciencia de lo dura que seria nuestra vida a partir de esos momentos, amándonos en la distancia, en una distancia tan cercana y no podérnoslo demostrar, acaso tan sólo con la mirada, sin un tacto, sin un gesto, sin un beso. Me conjuré a mí mismo en la obligación de reprimirme en todo aquello que pudiera poner en entredicho el buen nombre y tranquilidad de mi amada, aunque en ello me fuera la cordura. Tenia la conciencia de que se avecinaban tiempos sufridos. El primer mes sabía que la inquietud espantaría mi sueño, el miedo, la responsabilidad atenazarían mi estomago. Forzadamente tendría que permanecer callado y no podría interrogar su estado. La angustia casi no me dejaba terminar lo que estaba haciendo decidí pensar sólo en los inusitados momentos vividos, y mañana Dios diría. Por fin coloqué la llave interruptor, recogí las herramientas en su caja, fui a dejarla en la cocina y me dispuse a marcharme. Me estaba esperando, con los brazos en cruz como si quisiera impedirme el paso, así lo hizo y me fue acorralando sobre la pared del pasillo hasta que terminé apoyando mi espalda en ésta. No entendía nada, con diestras manos de madre, acostumbradas a vestir y desvestir niños, me bajó los pantalones cortos que llevaba puestos; en aquel tiempo no tenias derecho a un pantalón largo hasta los 16 años y tras toda una ceremonia-. Con sus manos tomó las mías y las guió hasta sus cabellos, me pidió que los tomase y abriendo su boca introdujo mi polla, milagrosamente erecta, en ella. Con suaves movimientos de bombeo de su cabeza, guiados por las riendas de su melena, a ritmo con los míos, consiguió el milagro de aun, no se de donde porque estaba totalmente seco, surgiese una inolvidable, y singular descarga de mi semilla. Sin la menor duda, una prueba de amor y sumisión irrefutable. La besé, la besé como si fuese el último beso que le fuese a dar en la vida, sabía que el próximo tardaría mucho en podérselo dar. La abracé, y con lágrimas compartidas, me separé de ella y me fui escaleras abajo.

2 comentarios:

  1. Oye pues no me enganchao, ¡puñetero niño¡ no ha salio listo.

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  2. Sin la menor duda Carmen,algunos tienen una suerte, bueno suerte y mucha jeta.
    aa.tt

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