IV
Cercano a cumplir los diecisiete, me ausenté de mi ciudad, me marché a estudiar a otra, y el contacto se fue dilatando en el tiempo. Y aunque dice el refrán que la distancia es el olvido, no seria este el caso. Mi amor, mi deseo, permaneció intacto en lo más profundo de mi ser bajo algunas leves, levísimas capas de experiencias pasionales que, irían depositando otras mujeres.
En el tercer año de mis estudios universitarios, al regreso en periodo de vacaciones, reanudé la relación, algo perdida, con mi amigo Oscar. Una de las primeras cosas que hicimos juntos, fue llegarnos a saludar a su madre. Cuando la vi después de tanto tiempo, tres años era demasiado tiempo, regresó a mí el dolor, la inquietud, la pena, la desesperación, la impotencia de la lejana, e inalcanzable, cercanía que el tiempo había ido inexorablemente menguando. Su expresión fue de sorprendida alegría, tras acercárseme y depositar en mi mejilla un par de sonoros besos, y comentar que parecía alguien totalmente distinto, me dijo -Ven quiero que conozcas al último miembro de la familia-. La seguí, entré en su dormitorio y allí estaba en la cuna, era una pequeña, mejor diría, una diminuta pero grácil criatura. Reconozco que era preciosa, bueno, debo decir que sigue siendo preciosa hoy en día, tanto como su madre. Después de este reconocimiento, corresponde decir que me sentí como un cornúdo engañado, y por esta circunstancia muy, pero que muy enfadado. Me preguntó -¿Qué te parece?, ¿a que es un sol?-, le respondí correcto pero nada afectuoso, -como usted-. Con el enfado no caí en la cuenta de que mi amigo Oscar estaba junto a mí, al escuchar mi respuesta éste dijo -¡has visto mama!, te ha galanteado, se ha hecho mayor-. Cuando le oí, me di cuenta de la metedura de pata, pero ella vino en mi ayuda diciendo, con una amplia sonrisa en su rostro, -ya me he dado cuenta hijo, no creas que es frecuente que a una vieja como yo, alguien tan jóvenes, y guapos, como vosotros la galanteen-, por la sorpresa había enrojecido y Oscar dijo –mira, mamá, se ha puesto colorado- mientras sonreía, -no ha crecido tanto-.
No dormí bien esa noche. Muy temprano me dirigí al domicilio de la que me había engañado dispuesto a pedirle explicación, del porqué me había sido infiel. No me importaba nada, así lo había decidido, quien pudiera estar.
Llamé a la puerta y ésta se abrió, pasado algún tiempo. Ella me miró un tanto sorprendida, -¡Hola!- me dijo -pasa al comedor, siéntate y espérame-. Iba decidido a interrogarla de modo agrio, me hizo esperar un rato largo, lo que avivó el aumento de mi enfado. Llegó un momento en que mis nervios y mi enfado llegaron a un punto en que no aguante más y me puse de pie, justo en esos instantes apareció en el comedor. No me dio la oportunidad de decir nada. Cogió mi cara con ambas manos y pegó sus labios a los míos, de modo tan violento y calido que me dejó sin respiración. Esto echó por tierra todo lo que estaba dispuesto a decirle, y provocó que mi enfado desapareciese de modo mágico. Respondí a su beso abrazándola con tanta pasión como ella lo estaba haciendo, la aparté de mí para poder verla mejor; tenia el cabello húmedo, pero lo que me dejó sin habla fue darme cuenta de que el cinturón del albornoz que llevaba, se había soltado y al levantar su brazos para besarme, se había abierto dejando al descubierto su cuerpo, más bello, si cabe, que la ultima vez que lo vi, algo más redondeado y de pechos más henchidos, y plenos de nutritiva leche, que hacia tres años. Ante mi cara de asombro embozó una amplísima sonrisa y me dijo lenta e insinuante -tus hembras, las que somos tus hembras, sabemos como tenemos que estar cuando nos requieres-. Reaccioné tomándola entre mis brazos, levantándola del suelo la deposité en el sofá, Sentado en él, puse su cabeza sobre mi pierna, y mientras mi mano derecha recorría su figura, y la izquierda acariciaba su amado semblante, le pregunté -¿Por qué lo has hecho?, ¿por qué has tenido un hijo con otro que no he sido yo?- Con su profunda mirada fija en mi, dijo -porque es tuyo-. Creí no haberla entendido bien -¿Cómo?-porque es tuyo-, me volvió a responder -¿Cómo es posible, si hace tres años que no he entrado en ti?-
Se incorporo y, de manera muy seria, comenzó un relato que permitiría explicarme muchas cosas de nuestra relación. Lo emprendió diciéndome -¿Recuerdas el día que viniste a reparar el desagüe?- , -Como olvidarme- respondí, -hacia tiempo que me había dado cuenta de tu mirada apasionadamente devoradora, y huidiza, y del desasosiego que sentías cuando estabas cerca de mi, me había dicho miles de veces que si realizabas algún gesto atrevido, de palabra o de obra, que tuviese que ver conmigo, primero, te pegaría un par de buenas bofetadas y después de reprenderte, te echaría y hablaría con tu madre, ¡caramba con el niño, que pronto quería ser hombre!. Desayunando ya percibí tu deseo y tu pasión, no sé muy bien porqué hice lo que hice. Cuando me pediste la caja de herramientas en lugar de decirte cógela, como sabes está tras de ti. Repito no se porqué, fui a cogerla yo, aun a sabiendas que para cogerla, forzosamente, pasaría muy cerca de ti, o incluso rozaría mi cuerpo con el tuyo. Lo que no esperaba es que ese roce resultara tan intenso. Cuando se produjo, noté la brusca sacudida del tuyo, y me dije, ¡este es el momento!, y me preparé mental y físicamente para darte las dos bofetadas y la reprimenda. Pero no hiciste nada de lo esperado, tan solo cogiste las herramientas y comenzante tu trabajo. Sin poderlo evitar, tomé conciencia de la singular erección que el contacto de mi cuerpo te había producido, para no pensar en ella, comencé a recoger las cosas del desayuno pero, de modo inevitable, volvía a mirarte a ti, bajo el mueble, y a tu prominente erección fuera de el. Me fui poniendo nerviosa y sintiéndome alagada, hacia mucho tiempo que no comprobaba tan fehacientemente, la pasión que podía despertar en un hombre aunque éste fuese todavía un niño. La seguridad que me producía esta absurda creencia, al menos en tu caso, no me permitió valorar cual seria la repercusión de mi acto, cuando cumpliendo tu mandato, me coloqué muy cerca de tu mirada, sujetando el desagüe, y las consecuencias que esta falta de apreciación produjo. Por ello, cuando agarraste mis piernas y comenzaste tu ascenso hacia mi cara, no supe o no quise, aún tengo mis dudas, reaccionar. Tu falo erecto te sirvió como un punto de apoyo más en tu camino hacia mi mirada. Lo percibí, recorriendo mi pierna hasta recavar a la altura de mi cintura, una voz, en mi interior, te gritaba -No me cojas tan fuerte, que no puedo irme. No me cojas tan fuerte que no quiero irme. Usa tus manos para recorrerme, usa tus manos para desvestirme, usa tus manos para acariciarme. Usa tus dedos al reconocerme, usa tus dedos sobre mis pezones, usa tus dedos en mis interiores. Utiliza tu ariete contra mi armadía. Rómpela, entra. Dime con locura mirando a mis ojos, siempre serás mía. Recorre, penetra, siempre serás mía. Posee domina, siempre serás mía-. Pero no hiciste nada, me agarrabas con la fuerza de alguien que teme perder algo muy valioso, de mi costado derecho pasaste a situarte frente a mi, mientras, tu ariete forrado, inició, con un ritmo lento pero continuado, a dar golpes llenos de deseo, buscando mi sexo. Me desplacé algo a la izquierda para que hallara una diana perfecta, y con el último ápice de orgullo y resistencia que me quedaba, te dije, -¡déjame!-. No me hiciste caso, mientras unía mis piernas intentando detener el ascenso de tu mano hasta él, pero entonces, comenzaste a besarme. Jugabas con ventaja, habías descubierto que tus besos, (esos besos de los que nunca me veré harta, que son como una droga incontrolable), serian la llave maestra que te daría total acceso a mí, y vencería toda resistencia. Mientras tanto, tu ariete seguía con su ritmo destructor pero inmensamente deseado. La droga fue haciendo su efecto y fue destruyendo mi entereza, flexioné algo las rodillas y abrí mis piernas para que accediera, con mayor facilidad, a su meta. Tu mano, liberada la barrera, alcanzó su propósito. Mi sexo, al notarla, se lubricó hasta el punto de empapar mi prenda interior. De modo inesperado, y totalmente dentro de mi, cesó en su golpeteo. A pesar de las prendas que los cubrían, pude apreciar la suave pero intensa descarga de su fluido, y entonces, tu boca, tu adorada boca, se unió a la mía. De la conjunción de ambas cosas surgió, el mayor y más grato orgasmo que jamás he vivido. Una corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo, tensó todos mis músculos, desde los dedos de los pies hasta los dedos de las manos, que sin tener claro por que sucedió, estaban en alto como mis brazos en forma de aspa en total entrega, finalizando en la más luminosa bengala que haya visto, y que cumpliendo su destino, detonó en mi celebro. Tras esto, mi cuerpo fue perdiendo su vigor y caí en la oscuridad, cuando la luz regresó, comprendí que tú me habías depositado sobre la silla, pero esa luz, esa límpida y a su vez cruel luz, también me hizo tomar conciencia de lo ocurrido y te odié. Comprendí que en tu frenesí pretendías guiar mi mano hacia tu pene, a lo que me opuse con firmeza. Por un momento, en mi imaginación, te vi en la esquina de la calle relatando lo sucedido a un grupo de tus amigos, te escuché contarles, -No veas colega, me he follado a la madre de Oscar y no veas como le ha gustado-. También les mentías diciendo, -me he comido sus tetas, le he metido la polla hasta los huevos y he tenido un corridon, que le he llenado entero su coño con mi leche-. Convencida de que esto seria así te dije, -¡Vete, no quiero verte más-. Me obedeciste, no expresaste nada. Rechacé el beso que quisiste darme en la boca, y me di cuenta de que te distes cuenta, del pánico que sentía en esos momentos. Tu expresión me devolvió una interrogante -¿Qué te pasa?-, No contesté, te escuché marchar, el chasquido de la puerta al cerrarse, daría comienzo a meses de angustia y vergüenza.
Cercano a cumplir los diecisiete, me ausenté de mi ciudad, me marché a estudiar a otra, y el contacto se fue dilatando en el tiempo. Y aunque dice el refrán que la distancia es el olvido, no seria este el caso. Mi amor, mi deseo, permaneció intacto en lo más profundo de mi ser bajo algunas leves, levísimas capas de experiencias pasionales que, irían depositando otras mujeres.
En el tercer año de mis estudios universitarios, al regreso en periodo de vacaciones, reanudé la relación, algo perdida, con mi amigo Oscar. Una de las primeras cosas que hicimos juntos, fue llegarnos a saludar a su madre. Cuando la vi después de tanto tiempo, tres años era demasiado tiempo, regresó a mí el dolor, la inquietud, la pena, la desesperación, la impotencia de la lejana, e inalcanzable, cercanía que el tiempo había ido inexorablemente menguando. Su expresión fue de sorprendida alegría, tras acercárseme y depositar en mi mejilla un par de sonoros besos, y comentar que parecía alguien totalmente distinto, me dijo -Ven quiero que conozcas al último miembro de la familia-. La seguí, entré en su dormitorio y allí estaba en la cuna, era una pequeña, mejor diría, una diminuta pero grácil criatura. Reconozco que era preciosa, bueno, debo decir que sigue siendo preciosa hoy en día, tanto como su madre. Después de este reconocimiento, corresponde decir que me sentí como un cornúdo engañado, y por esta circunstancia muy, pero que muy enfadado. Me preguntó -¿Qué te parece?, ¿a que es un sol?-, le respondí correcto pero nada afectuoso, -como usted-. Con el enfado no caí en la cuenta de que mi amigo Oscar estaba junto a mí, al escuchar mi respuesta éste dijo -¡has visto mama!, te ha galanteado, se ha hecho mayor-. Cuando le oí, me di cuenta de la metedura de pata, pero ella vino en mi ayuda diciendo, con una amplia sonrisa en su rostro, -ya me he dado cuenta hijo, no creas que es frecuente que a una vieja como yo, alguien tan jóvenes, y guapos, como vosotros la galanteen-, por la sorpresa había enrojecido y Oscar dijo –mira, mamá, se ha puesto colorado- mientras sonreía, -no ha crecido tanto-.
No dormí bien esa noche. Muy temprano me dirigí al domicilio de la que me había engañado dispuesto a pedirle explicación, del porqué me había sido infiel. No me importaba nada, así lo había decidido, quien pudiera estar.
Llamé a la puerta y ésta se abrió, pasado algún tiempo. Ella me miró un tanto sorprendida, -¡Hola!- me dijo -pasa al comedor, siéntate y espérame-. Iba decidido a interrogarla de modo agrio, me hizo esperar un rato largo, lo que avivó el aumento de mi enfado. Llegó un momento en que mis nervios y mi enfado llegaron a un punto en que no aguante más y me puse de pie, justo en esos instantes apareció en el comedor. No me dio la oportunidad de decir nada. Cogió mi cara con ambas manos y pegó sus labios a los míos, de modo tan violento y calido que me dejó sin respiración. Esto echó por tierra todo lo que estaba dispuesto a decirle, y provocó que mi enfado desapareciese de modo mágico. Respondí a su beso abrazándola con tanta pasión como ella lo estaba haciendo, la aparté de mí para poder verla mejor; tenia el cabello húmedo, pero lo que me dejó sin habla fue darme cuenta de que el cinturón del albornoz que llevaba, se había soltado y al levantar su brazos para besarme, se había abierto dejando al descubierto su cuerpo, más bello, si cabe, que la ultima vez que lo vi, algo más redondeado y de pechos más henchidos, y plenos de nutritiva leche, que hacia tres años. Ante mi cara de asombro embozó una amplísima sonrisa y me dijo lenta e insinuante -tus hembras, las que somos tus hembras, sabemos como tenemos que estar cuando nos requieres-. Reaccioné tomándola entre mis brazos, levantándola del suelo la deposité en el sofá, Sentado en él, puse su cabeza sobre mi pierna, y mientras mi mano derecha recorría su figura, y la izquierda acariciaba su amado semblante, le pregunté -¿Por qué lo has hecho?, ¿por qué has tenido un hijo con otro que no he sido yo?- Con su profunda mirada fija en mi, dijo -porque es tuyo-. Creí no haberla entendido bien -¿Cómo?-porque es tuyo-, me volvió a responder -¿Cómo es posible, si hace tres años que no he entrado en ti?-
Se incorporo y, de manera muy seria, comenzó un relato que permitiría explicarme muchas cosas de nuestra relación. Lo emprendió diciéndome -¿Recuerdas el día que viniste a reparar el desagüe?- , -Como olvidarme- respondí, -hacia tiempo que me había dado cuenta de tu mirada apasionadamente devoradora, y huidiza, y del desasosiego que sentías cuando estabas cerca de mi, me había dicho miles de veces que si realizabas algún gesto atrevido, de palabra o de obra, que tuviese que ver conmigo, primero, te pegaría un par de buenas bofetadas y después de reprenderte, te echaría y hablaría con tu madre, ¡caramba con el niño, que pronto quería ser hombre!. Desayunando ya percibí tu deseo y tu pasión, no sé muy bien porqué hice lo que hice. Cuando me pediste la caja de herramientas en lugar de decirte cógela, como sabes está tras de ti. Repito no se porqué, fui a cogerla yo, aun a sabiendas que para cogerla, forzosamente, pasaría muy cerca de ti, o incluso rozaría mi cuerpo con el tuyo. Lo que no esperaba es que ese roce resultara tan intenso. Cuando se produjo, noté la brusca sacudida del tuyo, y me dije, ¡este es el momento!, y me preparé mental y físicamente para darte las dos bofetadas y la reprimenda. Pero no hiciste nada de lo esperado, tan solo cogiste las herramientas y comenzante tu trabajo. Sin poderlo evitar, tomé conciencia de la singular erección que el contacto de mi cuerpo te había producido, para no pensar en ella, comencé a recoger las cosas del desayuno pero, de modo inevitable, volvía a mirarte a ti, bajo el mueble, y a tu prominente erección fuera de el. Me fui poniendo nerviosa y sintiéndome alagada, hacia mucho tiempo que no comprobaba tan fehacientemente, la pasión que podía despertar en un hombre aunque éste fuese todavía un niño. La seguridad que me producía esta absurda creencia, al menos en tu caso, no me permitió valorar cual seria la repercusión de mi acto, cuando cumpliendo tu mandato, me coloqué muy cerca de tu mirada, sujetando el desagüe, y las consecuencias que esta falta de apreciación produjo. Por ello, cuando agarraste mis piernas y comenzaste tu ascenso hacia mi cara, no supe o no quise, aún tengo mis dudas, reaccionar. Tu falo erecto te sirvió como un punto de apoyo más en tu camino hacia mi mirada. Lo percibí, recorriendo mi pierna hasta recavar a la altura de mi cintura, una voz, en mi interior, te gritaba -No me cojas tan fuerte, que no puedo irme. No me cojas tan fuerte que no quiero irme. Usa tus manos para recorrerme, usa tus manos para desvestirme, usa tus manos para acariciarme. Usa tus dedos al reconocerme, usa tus dedos sobre mis pezones, usa tus dedos en mis interiores. Utiliza tu ariete contra mi armadía. Rómpela, entra. Dime con locura mirando a mis ojos, siempre serás mía. Recorre, penetra, siempre serás mía. Posee domina, siempre serás mía-. Pero no hiciste nada, me agarrabas con la fuerza de alguien que teme perder algo muy valioso, de mi costado derecho pasaste a situarte frente a mi, mientras, tu ariete forrado, inició, con un ritmo lento pero continuado, a dar golpes llenos de deseo, buscando mi sexo. Me desplacé algo a la izquierda para que hallara una diana perfecta, y con el último ápice de orgullo y resistencia que me quedaba, te dije, -¡déjame!-. No me hiciste caso, mientras unía mis piernas intentando detener el ascenso de tu mano hasta él, pero entonces, comenzaste a besarme. Jugabas con ventaja, habías descubierto que tus besos, (esos besos de los que nunca me veré harta, que son como una droga incontrolable), serian la llave maestra que te daría total acceso a mí, y vencería toda resistencia. Mientras tanto, tu ariete seguía con su ritmo destructor pero inmensamente deseado. La droga fue haciendo su efecto y fue destruyendo mi entereza, flexioné algo las rodillas y abrí mis piernas para que accediera, con mayor facilidad, a su meta. Tu mano, liberada la barrera, alcanzó su propósito. Mi sexo, al notarla, se lubricó hasta el punto de empapar mi prenda interior. De modo inesperado, y totalmente dentro de mi, cesó en su golpeteo. A pesar de las prendas que los cubrían, pude apreciar la suave pero intensa descarga de su fluido, y entonces, tu boca, tu adorada boca, se unió a la mía. De la conjunción de ambas cosas surgió, el mayor y más grato orgasmo que jamás he vivido. Una corriente eléctrica recorrió todo mi cuerpo, tensó todos mis músculos, desde los dedos de los pies hasta los dedos de las manos, que sin tener claro por que sucedió, estaban en alto como mis brazos en forma de aspa en total entrega, finalizando en la más luminosa bengala que haya visto, y que cumpliendo su destino, detonó en mi celebro. Tras esto, mi cuerpo fue perdiendo su vigor y caí en la oscuridad, cuando la luz regresó, comprendí que tú me habías depositado sobre la silla, pero esa luz, esa límpida y a su vez cruel luz, también me hizo tomar conciencia de lo ocurrido y te odié. Comprendí que en tu frenesí pretendías guiar mi mano hacia tu pene, a lo que me opuse con firmeza. Por un momento, en mi imaginación, te vi en la esquina de la calle relatando lo sucedido a un grupo de tus amigos, te escuché contarles, -No veas colega, me he follado a la madre de Oscar y no veas como le ha gustado-. También les mentías diciendo, -me he comido sus tetas, le he metido la polla hasta los huevos y he tenido un corridon, que le he llenado entero su coño con mi leche-. Convencida de que esto seria así te dije, -¡Vete, no quiero verte más-. Me obedeciste, no expresaste nada. Rechacé el beso que quisiste darme en la boca, y me di cuenta de que te distes cuenta, del pánico que sentía en esos momentos. Tu expresión me devolvió una interrogante -¿Qué te pasa?-, No contesté, te escuché marchar, el chasquido de la puerta al cerrarse, daría comienzo a meses de angustia y vergüenza.
¡Pepe, Pepe! maridito, ¡Ven Ven ! te espera tu mujercitaaa...
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