martes, 22 de enero de 2008

LA CANDONGA DE LOS COLECTIVEROS


Llegados estos momentos que preceden a una elecciones, invariablemente escucho de modo reiterado, un concierto algo parecido al que conocemos, como el de año nuevo, monotemático como éste, pero sin dudar, menos bonito, al que denomino, la candonga de los colectiveros, es decir al canto reiteradamente pesado, de cada uno de los políticos elegibles, que ensalzan sus triunfos, entiéndase promesas cumplidas, obviando las que no lo han sido, o vilipendian los que para ellos, ¡como no¡, son los fracasos de los de la oposición. En semejante berrea; término montero que describe una agresiva y pasional escandalera, no es muy importante lo que se diga, lo de menos es su contenido, lo importante de verdad es que lo que se diga, se haga con firmeza y aparente convencimiento, es sabido que una mentira suficientemente repetida puede terminar convirtiéndose en una verdad. Como indicaba, no importa lo que se diga, al fin y al cabo no deja de ser un diálogo de sordos, el más espectacular, dirigido, y bien administrado, diálogo de sordos. Un refrán verdadero como todos ellos dice, “prometer hasta meter, y una vez metido, nada de lo prometido.”
Mi madre me contaba una anécdota, que transcribo, y que define en mi opinión, de modo claro lo que he querido decir.
En una calle aledaña al centro urbano de la ciudad en la que vivo, con nombre de metal precioso, por más señas, en aquellos tiempos se ubicaba una barbería. Pues bien, de esta barbería de modo inesperado, una tarde, surgió como un vendaval un hombre joven que al parecer era un tanto débil mental; mi madre dedujo que era así, por que si bien en aquella época, las familias que tenían algún miembro en semejantes condiciones lo ocultaba como una ignominia, este joven, que según me contaba, era ancho como un armario de seis puertas, largo como un día sin pan y un domingo sin dinero, estaba vestido entre otras prendas, con un Babi, que dado el agitado paso con el que caminaba, y al estar desabrochados todos los botones salvo el del cuello, flotaba al viento, cual paracaídas de aquellos con forma de una inmensa boina, y que estaban concebidos con una doble función, la primera, la propia de parar la caída, y la segunda y no menos importante, la de consuelo moral, ya que si no se abría, cosa algo frecuente en aquellos años, pero eso si muy silenciada, al menos ayudaba el saber que dado el tamaño de la lona el costalazo a pesar de la velocidad resultaría más ternito. Calzaba unos zapatos negros, del tamaño de dos curas acostaos, curas de los de antes de los de sotanas, claro está. También me comentó, que tuvo que detener su paso, puesto que trás el joven apareció, no menos rápido, una señora que sin duda seria la suya, y que de un modo agitado, iba diciéndole,: “Manolito, ¿Dónde vas?, pero Manolito ¿has visto lo que has hecho?;” parece ser que en su deseo de libertad el joven arrancó el brazo derecho del sillón de la barbería, y al estilista de turno, le soltó una sacudida, que terminó clavándole en la espalda, uno de los muchos peines del establecimiento, mientras lo seguía le gritaba, “Manolito, como te vas a marchar a medio pelar”; en ese estado decía mi madre se encontraba Manolito, que mas que Manolito parecía Sitting Bull, Toro Sentado, Manolito tal, Manolito cual, en fin todo aquello que se le ocurría, a la pobre señora para recuperar el control sobre Manolito, que ya tenia, sin duda vestidos, esos que tienen, negros, chiquitillos, y pegaos al culo, los tigres. Haciendo caso omiso a cuanto le decía, realizaba grandes aspavientos con las manos, y en prueba de su inmenso deseo de libertad, Manolito, repetía de modo obsesivo, “¡como si no hablaras!, ¡como si no hablaras!, ¡como si no hablaras!”.
De manera que yo me pregunto ¿Cuántos Manolitos hay en la política de este país?, ¿Cuántos ¡como si no hablaras!?, ¿cuantos de esos sordos recalcitrantes?, que se empañan en no escuchar, que digo en no escuchar,¡no!¡no!, ni tan siquiera en oír, que es la peor de las sorderas, el clamor silencioso del ciudadano, que de modo discreto pero intenso, le envía permanentes, mensajes que tienen mucho que ver con su sentir, con las preocupaciones cotidianas. Lo triste, lo verdaderamente triste, es que los mensajes llegan, que no pueden aducir desconocimiento, simple y llanamente, se ignoran, se depositan en el cuarto de los trastos, “¿como osa el elector, dirigirse a mí, si no es solo para votarme?, ¡hasta ahí podíamos llegar!”.
¿Por que sucede esto?, la señora Antonia, mujer de fina sabiduría, adquirida en la lucha diaria en los trabajos más rudos, hacía uso de una frase, lapidaria y concluyente.
¡Y acá, que sabemos!
El escribidor
Enero/2008












2 comentarios:

  1. Hermoso! y aún mejor conocer por fin la razón del nombre a tu blog.
    Un abrazo,

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  2. Amigo:
    Y cada cuatro años más de lo mismo
    Un saludo

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